Cuando tenía nueve años emprendí una aventura con mi padre y mi abuelo a través del desierto de Atacama. Fueron tan solo cuatro días, pero yo lo recuerdo como si hubiesen sido meses de viaje. Fue durante abril del año 1998 y todo comenzó en la ciudad de Arica, en el extremo norte de Chile. La ruta la recorrimos a bordo de una camioneta Toyota que nos llevó a través de los parajes más hermosos de uno de los desiertos más áridos del mundo. Aquí algunos recuerdos de una experiencia inolvidable y de un viaje que me marcó. |
Ahí estaba mí abuelo como siempre lo hacía, flotando tranquilamente en las aguas del lago. Era su forma de marcar territorio, tenía la necesidad de bañarse en cada lugar al que iba, solo así se sentía parte de los lugares que visitaba. El problema es que esa mañana nadaba en las aguas del lago Chungará, ubicado en la región de Arica y Parinacota, las más al norte de Chile y a una altura de 4500 metros. Y digo que era un problema porque se trata de una reserva ecológica protegida y está totalmente prohibido entrar en el agua. Algo que a mi abuelo poco le importó.
Pese a la señalización clara y a la baja temperatura del agua, mi abuelo insistió y era tan testarudo que poco podíamos hacer. Después de flotar entre cisnes y toda clase de aves en peligro de extinción por más de quince minutos, apareció la policía y lo obligaron a salir del lago. Otra de las cosas que le gustaban a mi abuelo era nadar desnudo, así que ahí estaba cogido de los brazos por la policía, sin ropas y gritando enojado sobre sus derechos como chileno de poder bañarse donde él quisiera. Fue mi padre, quien luego de explicarle a los efectivos las extrañas costumbres de mi abuelo, logró que lo soltaran con tan solo una advertencia. Así empezaba una pequeña odisea.
Pese a la señalización clara y a la baja temperatura del agua, mi abuelo insistió y era tan testarudo que poco podíamos hacer. Después de flotar entre cisnes y toda clase de aves en peligro de extinción por más de quince minutos, apareció la policía y lo obligaron a salir del lago. Otra de las cosas que le gustaban a mi abuelo era nadar desnudo, así que ahí estaba cogido de los brazos por la policía, sin ropas y gritando enojado sobre sus derechos como chileno de poder bañarse donde él quisiera. Fue mi padre, quien luego de explicarle a los efectivos las extrañas costumbres de mi abuelo, logró que lo soltaran con tan solo una advertencia. Así empezaba una pequeña odisea.
Visviri, el pueblo más al norte de Chile
Horas antes del incidente del lago Chungará, habíamos llegado a Arica una mañana de un jueves de marzo del año 1997, veníamos en avión desde Santiago. Alquilamos una camioneta Toyota color blanco, que cargamos de bidones con agua y víveres para nuestro periplo. Recorrimos la ciudad de Arica y conocimos el famoso “Morro”, en donde se libró una de las principales batallas de la Guerra del Pacífico a finales del siglo XIX. Partimos por la tarde hacía Visviri, un pequeño poblado que se ubica a escasos kilómetros de la frontera con Bolivia y que se jacta de ser el lugar más norteño de Chile.
Pequeñas casas fabricadas de adobe se desperdigadan entre el viento, el polvo y el silencio, el ruido más potente del desierto según mi opinión. Obviamente no existía ningún lugar para alojar, la industria hotelera no existía en este espacio en mitad de la nada en donde solo habitaban cerca de 50 personas. Como ya era de noche y el frío empezaba a calar en los huesos, mi abuelo decidió ir a la alcaldía a tocar la puerta. Era una casita con algunas habitaciones, unos escritorios y montones de papeles desparramados que parecían no tener importancia alguna y que a juzgar por el polvo que traían encima, ya llevaban varios meses así.
La persona que nos recibió nos dijo que la única alternativa era que durmiéramos en la escuela del pueblo. Así fue que en un rato estábamos en un salón lleno de colchones y que por esa noche sería nuestro refugio. El viento se colaba por entre las grietas de las paredes hechas de adobe, pero pese a mis nueve años siempre me sentí a gusto. Era como si el desierto nos diera la bienvenida y nos cobijara, a su manera, para que nuestros sueños fuesen más placenteros. Esa noche me sentí grande y parte de una de las tantas aventuras fabulosas que mi abuelo me contaba regularmente.
Horas antes del incidente del lago Chungará, habíamos llegado a Arica una mañana de un jueves de marzo del año 1997, veníamos en avión desde Santiago. Alquilamos una camioneta Toyota color blanco, que cargamos de bidones con agua y víveres para nuestro periplo. Recorrimos la ciudad de Arica y conocimos el famoso “Morro”, en donde se libró una de las principales batallas de la Guerra del Pacífico a finales del siglo XIX. Partimos por la tarde hacía Visviri, un pequeño poblado que se ubica a escasos kilómetros de la frontera con Bolivia y que se jacta de ser el lugar más norteño de Chile.
Pequeñas casas fabricadas de adobe se desperdigadan entre el viento, el polvo y el silencio, el ruido más potente del desierto según mi opinión. Obviamente no existía ningún lugar para alojar, la industria hotelera no existía en este espacio en mitad de la nada en donde solo habitaban cerca de 50 personas. Como ya era de noche y el frío empezaba a calar en los huesos, mi abuelo decidió ir a la alcaldía a tocar la puerta. Era una casita con algunas habitaciones, unos escritorios y montones de papeles desparramados que parecían no tener importancia alguna y que a juzgar por el polvo que traían encima, ya llevaban varios meses así.
La persona que nos recibió nos dijo que la única alternativa era que durmiéramos en la escuela del pueblo. Así fue que en un rato estábamos en un salón lleno de colchones y que por esa noche sería nuestro refugio. El viento se colaba por entre las grietas de las paredes hechas de adobe, pero pese a mis nueve años siempre me sentí a gusto. Era como si el desierto nos diera la bienvenida y nos cobijara, a su manera, para que nuestros sueños fuesen más placenteros. Esa noche me sentí grande y parte de una de las tantas aventuras fabulosas que mi abuelo me contaba regularmente.
Conociendo la “Puna”
Gran parte del desierto de Atacama se encuentra a una altura considerable por sobre el nivel del mar en algunos lugares se ubican poblados a más de 4.500 metros de altura. Para una persona que no está preparada ni acostumbrada a vivir así, la puna (mal de alturas) puede ser terrible. Mientras viajábamos a Putre, un pueblo en el interior, enclavado entre los valles del comienzo de la cordillera de los andes, me empecé a sentir mal. Era la puna que me venía a saludar.
Todo empezó con un dolor de cabeza leve que fue creciendo y creciendo hasta transformarse en una tortura. Después aparecieron los mareos, que me hacían sentir como el peor de los borrachos. Al llegar a Putre me dieron un té de hoja de coca y me obligaron a hidratarme mucho, lo que provocó la última fase del mal de altura: ahí estaba vomitando en las calles del pequeño poblado de Putre. Unas horas después ya me sentía como nuevo. Nunca más en mi vida volví a sufrir del mal de alturas y eso que en muchas ocasiones he estado por sobre los 5000 metros sobre el nivel del mar. Aprendí a respetar las montañas y ellas me acogieron, no sin antes mostrarme sus riesgos.
Gran parte del desierto de Atacama se encuentra a una altura considerable por sobre el nivel del mar en algunos lugares se ubican poblados a más de 4.500 metros de altura. Para una persona que no está preparada ni acostumbrada a vivir así, la puna (mal de alturas) puede ser terrible. Mientras viajábamos a Putre, un pueblo en el interior, enclavado entre los valles del comienzo de la cordillera de los andes, me empecé a sentir mal. Era la puna que me venía a saludar.
Todo empezó con un dolor de cabeza leve que fue creciendo y creciendo hasta transformarse en una tortura. Después aparecieron los mareos, que me hacían sentir como el peor de los borrachos. Al llegar a Putre me dieron un té de hoja de coca y me obligaron a hidratarme mucho, lo que provocó la última fase del mal de altura: ahí estaba vomitando en las calles del pequeño poblado de Putre. Unas horas después ya me sentía como nuevo. Nunca más en mi vida volví a sufrir del mal de alturas y eso que en muchas ocasiones he estado por sobre los 5000 metros sobre el nivel del mar. Aprendí a respetar las montañas y ellas me acogieron, no sin antes mostrarme sus riesgos.
Desierto Nevado
Al terminar el día, la noche nos alcanzó en pleno desierto y en mitad de la nada, literalmente. Mi padre y mi abuelo estaban cansados como para seguir conduciendo por lo que decidieron dormir en el primer lugar que encontráramos. El único techo que se apareció en nuestro camino fue una estación de policías y como faltaba mucho para el próximo poblado fuimos a probar suerte, pese a la mal ánimo con que se conoce a los policías chilenos. Para nuestra sorpresa y luego de contarles de nuestra odisea a los oficiales, nos invitaron a dormir en una habitación dentro de la estación.
Mi abuelo se acomodó en un sillón y yo y mi padre en una alfombra que era mullida y esponjosa. La verdad es que era bastante cómoda y el fuego de la chimenea calentaba la fría noche. Uno de los policías estuvo con nosotros conversando mientras los leños se consumían lentamente. Hablaban de política y problemas del país, conversaciones de adultos. Yo escuchaba atentamente y asentía para dar un aire de interesado y de que entendía de los temas, sin embargo me parecía aburrido. Lo cierto es que solo por estar ahí, no me sentía un niño, me sentía parte de esa charla y jugaba internamente a ser un hombre. La conversación terminó con el oficial diciéndonos que mañana nevará. Nos reímos incrédulos recordando que estábamos en el desierto más árido del mundo.
Al despertar la sorpresa sería brutal: el desierto estaba completamente nevado. Todo era blanco, como si hubiesen depositado un enorme manto sobre la tierra seca. La imagen aún está en mi cabeza, como una foto que nunca olvidaré. Y me recuerdo más aún el rostro del policía que al ver mi cara anonadada solo se limitó a decir: "Te lo dije".
Al terminar el día, la noche nos alcanzó en pleno desierto y en mitad de la nada, literalmente. Mi padre y mi abuelo estaban cansados como para seguir conduciendo por lo que decidieron dormir en el primer lugar que encontráramos. El único techo que se apareció en nuestro camino fue una estación de policías y como faltaba mucho para el próximo poblado fuimos a probar suerte, pese a la mal ánimo con que se conoce a los policías chilenos. Para nuestra sorpresa y luego de contarles de nuestra odisea a los oficiales, nos invitaron a dormir en una habitación dentro de la estación.
Mi abuelo se acomodó en un sillón y yo y mi padre en una alfombra que era mullida y esponjosa. La verdad es que era bastante cómoda y el fuego de la chimenea calentaba la fría noche. Uno de los policías estuvo con nosotros conversando mientras los leños se consumían lentamente. Hablaban de política y problemas del país, conversaciones de adultos. Yo escuchaba atentamente y asentía para dar un aire de interesado y de que entendía de los temas, sin embargo me parecía aburrido. Lo cierto es que solo por estar ahí, no me sentía un niño, me sentía parte de esa charla y jugaba internamente a ser un hombre. La conversación terminó con el oficial diciéndonos que mañana nevará. Nos reímos incrédulos recordando que estábamos en el desierto más árido del mundo.
Al despertar la sorpresa sería brutal: el desierto estaba completamente nevado. Todo era blanco, como si hubiesen depositado un enorme manto sobre la tierra seca. La imagen aún está en mi cabeza, como una foto que nunca olvidaré. Y me recuerdo más aún el rostro del policía que al ver mi cara anonadada solo se limitó a decir: "Te lo dije".