Desempolvaba el fémur con extrema dedicación, sus arrugadas manos sostenían la rojiza brocha y la deslizaban tenuemente una y otra vez. Cada recoveco aunque astilloso por el tiempo era cepillado como si se tratase del más puro baño en toda la eternidad. Había regresado. Ahí estaba nuevamente. Yacía bajo los rayos del sol y entre el incesante calor. Descansaba arropado de un blanco paño cuyas bordadas letras de colores recordaban su nombre, Venancio. |
Los polvorientos caminos del panteón de Pomuch aún lucen desérticos. No hay nada más alrededor que marchitas flores de pétalos caídos dentro de aguas fangosas. La tenue brisa matutina abraza el olvidado pueblo. Un día más inicia y octubre nuevamente se acaba. Se escucha el rústico pedal de las bicicletas al andar y sigilosos pasos se acercan al compás de un rítmico chiflido. Es José con el pesado cuerpo cansado por los años. La curvatura lo delata. Los pies casi arrastran las viejas sandalias de hule y el polvo blanquea su morena tez. Cruza el pequeño arco de bienvenida y se detiene por un segundo a observar. Ahí está Venancio esperándolo una vez más. Al final del corredor y en una verde tumba. Verde como el campo.
Apresura la marcha para el esperado reencuentro. Sus ojos brillan de esperanza. Su corazón late acelerado de nostalgia. José baja la mirada y abre el pequeño portal con finas rejas. Una pequeña urna resplandece su memoria. Los huesos de Venancio pareciesen sonreír paciente, ilusionado por su regreso. Venancio lleva justo un año ahí. Y es momento de iniciar, el anhelado ritual. Un gran lienzo blanco se estampa en el piso señalando el sagrado lugar.
Las rodillas de José se inclinan temblorosas y sus manos cargan la pesada caja. Dos gotas de sudor recorren su frente. Su cabello empieza a humedecerse. Toma con cuidado la vieja tela que cubre el esqueleto y lo extiende como venta ambulante. Es el sincretismo funerario en todo su esplendor. Toma cada uno de los resistentes y fríos huesos. Los observa con abnegación. Con el cariño de un padre a su hijo. Extraña al intrépido joven que los abandonó a medio camino.
Los restos óseos resplandecen con el sol. Las arqueadas costillas brillan en las arrugadas manos de José. Sonríe suavemente mientras lleva el cráneo a su pecho. Sus dedos tiemblan pero la delicadeza se manifiesta al máximo al limpiar afanosamente los agujeros de los ojos. Extraña tanto aquella mirada infantil de color miel. Los restos de su negro cabello los acomoda suavemente. Su aspecto es seboso y contrasta con los secos dientes. José disfruta la extraordinaria conexión de reencuentro con Venancio. De solemne sentido sin llegar a la suntuosidad. De apuntada naturalidad, con ese toque familiar que lo vuelve sincero.
-Este no es el final-. Murmura José y se despide con ojos llorosos. Vuelve a introducir a la urna, el nuevo paño con la osamenta limpia. Lo acomoda afanosamente. Deja el cráneo al exterior, por si el joven gusta mirar de las personas que lo visitan. Cierra el portal de finas rejas. Abre los recuerdos de su memoria. José acaba de consagrar el acto de amor más importante para el pueblo Maya. La convivencia presencial de otras realidades.
Envuelve la brocha para el siguiente año. Recoge el paño usado para su posterior guardado. Observa una vez más los restos de su hijo. Ese al que no olvida con sentimientos y emociones. El mismo que lo regresa a la vida, a finales de cada octubre. José levanta el rostro para reanudar el andar. Su mirada se pierde en el añoro. Blancas siluetas femeninas se visualizan a lo lejos. Caminan contoneándose entre las empolvadas tumbas. Limpian con precisión una ancestral tradición. Se acerca el día de muertos. Más vivo y sentido que el propio final. La muerte no es más que una momentánea despedida. Un homenaje a los detallados sucesos de la vida.
Y ahí estaba yo, observando a través de los ojos del anfitrión. Disponiendo el corazón para entender lo sucedido al derredor. Mirando con intriga cómo desempolvaba el fémur con extrema dedicación.
Apresura la marcha para el esperado reencuentro. Sus ojos brillan de esperanza. Su corazón late acelerado de nostalgia. José baja la mirada y abre el pequeño portal con finas rejas. Una pequeña urna resplandece su memoria. Los huesos de Venancio pareciesen sonreír paciente, ilusionado por su regreso. Venancio lleva justo un año ahí. Y es momento de iniciar, el anhelado ritual. Un gran lienzo blanco se estampa en el piso señalando el sagrado lugar.
Las rodillas de José se inclinan temblorosas y sus manos cargan la pesada caja. Dos gotas de sudor recorren su frente. Su cabello empieza a humedecerse. Toma con cuidado la vieja tela que cubre el esqueleto y lo extiende como venta ambulante. Es el sincretismo funerario en todo su esplendor. Toma cada uno de los resistentes y fríos huesos. Los observa con abnegación. Con el cariño de un padre a su hijo. Extraña al intrépido joven que los abandonó a medio camino.
Los restos óseos resplandecen con el sol. Las arqueadas costillas brillan en las arrugadas manos de José. Sonríe suavemente mientras lleva el cráneo a su pecho. Sus dedos tiemblan pero la delicadeza se manifiesta al máximo al limpiar afanosamente los agujeros de los ojos. Extraña tanto aquella mirada infantil de color miel. Los restos de su negro cabello los acomoda suavemente. Su aspecto es seboso y contrasta con los secos dientes. José disfruta la extraordinaria conexión de reencuentro con Venancio. De solemne sentido sin llegar a la suntuosidad. De apuntada naturalidad, con ese toque familiar que lo vuelve sincero.
-Este no es el final-. Murmura José y se despide con ojos llorosos. Vuelve a introducir a la urna, el nuevo paño con la osamenta limpia. Lo acomoda afanosamente. Deja el cráneo al exterior, por si el joven gusta mirar de las personas que lo visitan. Cierra el portal de finas rejas. Abre los recuerdos de su memoria. José acaba de consagrar el acto de amor más importante para el pueblo Maya. La convivencia presencial de otras realidades.
Envuelve la brocha para el siguiente año. Recoge el paño usado para su posterior guardado. Observa una vez más los restos de su hijo. Ese al que no olvida con sentimientos y emociones. El mismo que lo regresa a la vida, a finales de cada octubre. José levanta el rostro para reanudar el andar. Su mirada se pierde en el añoro. Blancas siluetas femeninas se visualizan a lo lejos. Caminan contoneándose entre las empolvadas tumbas. Limpian con precisión una ancestral tradición. Se acerca el día de muertos. Más vivo y sentido que el propio final. La muerte no es más que una momentánea despedida. Un homenaje a los detallados sucesos de la vida.
Y ahí estaba yo, observando a través de los ojos del anfitrión. Disponiendo el corazón para entender lo sucedido al derredor. Mirando con intriga cómo desempolvaba el fémur con extrema dedicación.